Abierto hoy de 11:00 a.m. a 6:00 p.m.

10 y 11 marzo del 2017

Directora: Sofía Hernández Chong Cuy.

El Segundo Coloquio Latinoamericano de Arte No Objetual y Arte Rural fue un evento organizado por el Museo de Arte Moderno de Medellín en marzo de 2017 para reunir a curadores, críticos y artistas plásticos de América Latina que han avanzado en el concepto del “arte no objetual”, de un campo estético a un campo de acción social.

Este Coloquio fue conceptualizado por la curadora mexicana Sofía Hernández Chong Cuy, bajo la coordinación del Curador Jefe del MAMM, Emiliano Valdés. Esta segunda versión pretendió explorar los espacios y prácticas artísticas recientes fuera de la ciudad, indagando sobre el papel que tiene el arte en los procesos de integración social y la revalorización cultural del entorno natural.

El arte de la negociación, o cómo recordar algo que pasó hace tanto, 1981-2017

II Coloquio Latinoamericano de Arte No Objetual y Arte Rural Medellín, 10 y 11 de marzo de 2017
Ensayo por Dominique Rodríguez Dalvard

I. El Coloquio de SIERRA

Medellín sin Alberto Sierra. El “Nicanor Restrepo” de las artes se fue y, con él, se acaba una época. Se murió uno de los “Cuatro Evangelistas” y le sobreviven Miguel González, Eduardo Serrano y Álvaro Barrios. El único que vino a su velorio fue González, quizá el otro que más cerca ha estado de la muerte. Los cuatro se dividieron el país: Sierra en Medellín, Serrano en Bogotá, González en Cali y Barrios en Barranquilla. Se inventaron una escena, un hacer las cosas, un temperamento moldeado por amores, odios, coquetería y mucha vanidad. Hicieron de su “ojo” un credo.

Escaparate azul y plegarias
Era azul. Ese escaparate plagado de libros de su infancia, y que seguiría plagado de libros por el resto de sus días, no podía sino ser de ese color. O rojo, o amarillo, o naranja, cualquiera, menos un blanco mal envejecido. Ese sería su mantra, que todo lo que lo rodee pueda contar algo, parecía que repetía. Y no era una cuestión de acumular o tener, tener, tener, para marcar territorio. No, de hecho tenía muy poco. Pero poco significativo, con lo que le importaba a él. Como ese Juan Camilo Uribe que estaba en el corredor de la cocina, al que se le acumuló el polvo de los años, y que pretenderlo limpiar lo habría destruido. Era uno de sus consentidos y lo quería para verlo a diario. Como dormir mirando la escena de caza de Beatriz González, o charlar con ese retrato bellamente ingenuo de María Villa o el poderoso Carlos Correa y un incansable Bernardo Salcedo de sus amores. Eran sus cositas del alma, esas que lo acompañaban todos los días, esas pocas que de verdad no lo cansaban.

Alberto de Jesús Sierra lo llamó su madre, esa que soñaba con verlo de sacerdote, por el honor de tener un sacerdote en la familia, y que, dios nos perdone, al morir trágicamente en un accidente aéreo, lo liberó. “¡Ay qué dicha! ahora sí me puedo salir del Seminario”, parece que hubiera gritado providencialmente de la emoción, porque cómo iba a perderse de la alegría de la vida semejante gozón. Cómo iba a privarse de las correrías políticas por los pueblos acompañando al papá de su amiga Patricia Gómez, John Gómez Restrepo, tomando whisky con cereza, riendo y durmiendo en acalorados campamentos. O de ir a las islas de San Bernardo en velero. O de ver una Semana Santa en Tolú. O los desfiles de Miss Rincón del Mar en San Onofre, el domingo de la Resurrección. O de tomarse un whisky cada hora del día caminando por las calles de Madrid. Y como para seguir con los rituales, cómo iba a dejar de vestirse la sotana para oficiar alguno de sus interminables
almuerzos de los jueves en su casa-galería de La Oficina, esas juergas míticas a las que solo estaban bienvenidos los hombres y una que otra mujer a la que sus asistentes calificaban podían ingresar al club de Los Nuevos Once porque “tenían próstata”. No, eso no habría podido ser si se hubiera quedado con Dios de ese lado.

Pero entonces se quedó con lo que le gustaba de Dios, de este lado: con la opulencia estética de sus iglesias, con los cantos gregorianos con los que estudió toda su carrera de Arquitectura, con los cuadros de los santos y de las vírgenes lánguidas acariciando al Niño o niños Jesús regordetes y querubines de crespos dorados, así como cielos e infiernos que habría de entender muy muy bien. Y supo aplicar la virtud cristiana de la piedad, que practicó con rigor siendo, oh paradoja, perfectamente despiadado. Su devoción por algo o por alguien, al que le consagraba toda su energía, su ojo, su emoción y su humor al descubrir intuitivamente que le gritaba que ese algo o alguien eran excepcionales, llegaba hasta el instante en que ese algo o alguien lo decepcionaban. Y, así, se retiraba del recinto teatralmente, despreciándolo todo, rabioso e intransigente. Fue la ira su estrategia para salir del paso a aquello que odiaba.

Con Alberto Sierra no había punto medio. Bendijo a muchos. Y condenó a otros tanto, también.

Sierra
Pensar en el Coloquio, así como se le conoce, es pensar en Alberto Sierra. Como una suma de uno más dos. Si bien a él le había tocado organizarlo, no dirigirlo, y que quien se lo había ideado era Juan Acha y que quien lo había hecho posible por haber sido amiga suya fue Sol Beatriz Duque, de quien todos nos acordamos es de Sierra y lo conectamos con ese hito de la historia del arte nacional. Bien por él. Quizá por eso el Segundo Coloquio de Arte No Objetual y Arte Rural, 36 años después del primero de 1981, se le dedicó a él. Y quizá por eso también, cuando se acabó, él se murió. Y con él, todo un momento-movimiento del arte en Medellín, el creado por él mismo. Coloquio y Sierra, simbióticamente unidos.

Si pensamos en el significado del Coloquio, y viéndolo a la luz de hoy, sí puede llamársele hito. No porque lo que allí se hiciera hubiera descubierto nada que lo haga estar en los anales de la historia con H mayúscula, pero sí porque su intención, y allí radica el punto, fue hacer historia. Y la hizo, a su escala.

Para un evento que no buscaba, de manera consciente al menos, la solemnidad ni la reverencia, y que se dispuso hablar de lo efímero, de lo no coleccionable, de la rebelión contra el mercado, de la introducción de nuevas categorías dentro del
cerradísimo universo de los géneros artísticos –dándoles cabida a la artesanía, a las gráficas estadísticas, a la performatividad tamaño Gardel y hasta a los avisos de prensa como gestos del arte–, paradójicamente, la memoria lo premió. Lo que buscaba ser un acto de sabotaje a la rígida historiografía oficial, terminó convertido en una fecha a la que se le rinde tributo.

Y entonces vemos que Sierra, sin tenerlo necesariamente claro, fue sembrando algo en la puritana provincia medellinense. Una picadita de ojo, podríamos decir, esa forma amable y divertida que permitiría que todos sonriéramos con las ánimas de purgatorio de Juan Camilo Uribe, llameantes y prometedoras de un mejor allá que acá. Le imprimió humor a la solemnidad paisa. Y le dio espacio a la ironía. Por eso, los bodegones conceptuales de Bernardo Salcedo le parecían maravillosamente ingeniosos, porque en lugar de mostrárnoslos pintados, escribía que “En una mesa hay una piña, dos cebollas. Y se ven dos vasijas”. Porque si lo hemos visto mil veces así, no así lo habíamos leído. Como tampoco habíamos visto que hubiera un Duchamp negro y con bigotes, pero deliciosamente parecido al francés. La Rose Sélavie de Álvaro Barrios no podía sino congeniar con el espíritu juguetón de Sierra, ese que lo hacía poner carita de ratón y frotarse sus manitas con la malicia de alguien que sabe que hizo una pilatuna. Porque, nunca mejor dicho este dicho, lo que importa no es ser sino parecer.

El Medellín de la época era un Medellín cerrado. Quisiera que lo miraran pensando, a mi criterio, en el mejor Botero que tenemos en su colección. Es la imagen de la Catedral. La Catedral más grande del mundo hecha en ladrillo. Somos un pueblo que siempre se está mirando a sí mismo. Y ese mirar a sí mismo nunca permitió la comunicación internacional. Palabras del propio Sierra.

Así que Medellín tenía dos caras, parece que se dijo. Esa que construía la imagen heroica y de grandeza de la industria y del obrero antioqueño cuando la realidad era bastante distinta y quienes operaban las máquinas de este desarrollo regional eran campesinos y muchas campesinas sin zapatos. Propaganda. Pura propaganda. Esa mezcla de sociedad ambiciosa pero absolutamente mojigata no podía sino fascinar a un tipo como Sierra, que no haría otra cosa en la vida que exponer las contradicciones de su tierra. ¿Será por eso, digo, que la cárcel de la que se voló Escobar se llamó La Catedral? Somos un pueblo lleno de símbolos y rituales. Y mucho tenemos de rezanderos, los colombianos. Veamos de qué manera el Sagrado Corazón nos va llevando por los laditos de la laicidad, entre apóstoles y el Papa, en este recorrido por esos coloquios que bien podrían quedar consignados como los Coloquios de Sierra.

II. A caballo en 36 años de historia

Ecos del Coloquio
Leo a Mirko Lauer, crítico peruano participante de Primer Coloquio. Revisó en 2007 lo que pasó en 1981. Y a Juan Acha, también peruano, pero ejerciendo en México. Su texto sucedió tan pronto acabó el Coloquio, como balance publicado en la revista de Sierra Re-vista. Problematizan el concepto del Coloquio y regañan a quien quiera que piense que el no-objetualismo rechaza el objeto –lo hace Acha diciendo que lo que hace es repensarlo, ponerlo en otro lugar, desacralizarlo, quitarle el aura de fetiche y sacarlo del circuito meramente comercial. Su postura resulta cargada de voluntad en la medida que se sitúa a finales de los 70, cuando todavía existía la Cortina de Hierro y el socialismo aún era una forma de resistencia, esa sí, muy conceptual. Sin embargo, la idea revisitada en 2007, con el Muro caído y un capitalismo rampante como único ganador de la partida, develó una ingenuidad y un propósito al que el mercado se le impuso. Justo lo que se buscaba romper con su dominación, no se logró. Ni poquito.

Pero, pero, retomando la ideología más desde su esencia que desde su aplicación, lo que mostraba era una manera de enfrentarse al mundo, al sistema de valores y de la mirada construido desde el Renacimiento entronizando la obra de arte en pedestales y museos. Los artistas no-objetualistas estarían entonces intentando buscar de nuevo el corazón, la raíz del arte, ese impulso que trata de provocar una experiencia vital, eso que puede encarnar el carácter ritual de los hombres, eso que produce el espíritu, las prácticas que juntan a los hombres, sus costumbres, su tradición oral, los cuentos contados y recontados por generaciones. Volver a lo que inspira el arte. Todo esto como un claro rechazo a un sistema de producción del arte ya acomodado, que circula en galerías y museos, trivializando la experiencia por haberlo convertido en mercancía.

Por eso, de Lauer me gusta el carácter no heroico –si bien clasifica a los no-objetualistas en la categoría de vanguardistas, es decir de rompedores, de pensadores de nuevas estructuras, de transformadores de órdenes sociales– del Primer Coloquio, cuando hace su revisión casi treinta años después de sucedido. Resalta el valor del gesto, de las ideas que se discutieron, de ese intento por buscar caminos distintos. Reconoce su limitado actuar porque, en todo caso, no pudieron hacer las transformaciones deseadas, porque no fue posible romper el mercado, porque el socialismo era mejor en teoría que en la práctica. Me resulta interesante mirar ese sentido de la vanguardia que le da a este movimiento que no es movimiento, ni se denomina como tal, pero que busca mover la historia. Para que ésta, de tanta novedad, se asuste y se devuelva a lo tradicional ante la amenaza del movimiento y la libertad. (…) El no-objetualismo ha corrido la suerte de toda vanguardia radical. No hay nada que llorar allí. Toda vanguardia radical llega, seduce y después asusta. Después del Avant-garde hay un Rappel a l´ordre, un llamado del orden. Esa es la historia, escribía el teórico. ¿Por qué siento que esa frase le pega muy bien a lo que estamos viviendo en Colombia ahora mismo? ¿Cómo no oler que estamos justamente, hoy 2017, en ese momento del llamado al orden, de la retoma de las certezas, por ejemplo esas de “la seguridad”, que nos definirán como país? Frente a un escenario de cambio, de darle cabida al otro, de posconflicto como se le llama ahora, vemos que la guerra la dará la tradición: iglesia y política (del miedo) nos abrigarán con su manto de continuismo y definirán nuestro destino político. Pero quizá haya algún héroe de vanguardia que se invente un cuento que nos muestre que lo único que nos falta es un poco más de mundo interior, un poco más de generosidad, un poco más de sentido de la responsabilidad por acción u omisión de nuestra historia, un poco más de referencias y no tanto de familia tradicional que no es que sea el mejor ejemplo por estos lares… en fin. Veremos qué se inventan los artistas.

Aquellos años
Algo brilla en estos dos tiempos tan distantes, pero a la vez tan similares: La necesidad de negociar un espacio, un tiempo, un lugar en el que quepan las ideas que el arte quiere señalar y así, sentir que se contribuye en algo a la construcción de la historia. Hace 36 años, apenas nacía el Museo de Arte Moderno de Medellín, con la intención de brindarles contemporaneidad a los habitantes de esta ciudad, sin saber muy bien qué era eso, aunque sí teniendo la certeza de lo que se quería rehuir, y con el deseo de traer un poco de mundo, de irreverencia, de ideas que estaban discutiéndose allende las montañas. Ese motor sigue intacto, 36 años después. Y la necesidad de negociación sigue intacta también.

Esto será un constante salto de tiempo, pasado y presente.

En esos tempranos años 80, para sus protagonistas, Sierra entre ellos, había que hacer algo en el campo de la cultura: el Museo de Zea, como se le conocía antes al Museo de Antioquia, no podía ser el único referente de lo que era Medellín. Estaban muy bien Francisco Antonio Cano, Eladio Vélez y Pedro Nel Gómez, cómo no, pero había que mirar al presente. Incluso detenerse fijamente en Débora Arango, lo que no había pasado antes. Mirarla era mirar al presente, e incluso al futuro, por eso una primera retrospectiva suya, en 1984, se hizo en las salas del Museo de Arte Moderno de Medellín. Era necesario crear un lugar que mostrara de alguna manera cómo la ciudad buscaba la modernidad, mientras convivía con su pasado. Si hablamos en términos de equivalencias, el de Zea podía llegar a ser a Medellín lo que fueron las Bienales de Arte de Coltejer, es decir, la institucionalidad. Por allí pasaba la historia, y se movía poco, como suele pasar con la historia que pesa tanto. Por su parte, el Museo de Arte Moderno de Medellín y el Coloquio de Arte No-Objetual representaban los nuevos tiempos. No tenían la carga de la historia y podían pensarse desde la frescura. Ambos podían convivir porque eran necesarios más relatos de ciudad. Como diría la escritora nigeriana Chimamanda Adichie en, El peligro de la historia única:

Es imposible hablar sobre la historia única sin hablar del poder. Hay una palabra del idioma igbo, que recuerdo cada vez que pienso sobre las estructuras de poder en el mundo, y es “nkali”, un sustantivo cuya traducción es “ser más grande que el otro”. Al igual que nuestros mundos económicos y políticos, las historias también se definen por el principio de nkali. Cómo se cuentan, quién las cuenta, cuándo se cuentan, cuántas historias son contadas en verdad, depende del poder. La historia única crea estereotipos y el problema con los estereotipos no es que sean falsos, sino que son incompletos. Hacen de una sola historia la única historia.

Y en eso radicaba la contemporaneidad. En eso radica, de hecho. En la capacidad de ver nuestros demonios, esos que por tanto se han impuesto, y así desenmascararlos, o al menos, saber de su existencia e intenciones. También, ver aquello que por tanto no se había mirado, porque no estaba bien visto, porque era de lo que no se hablaba o, simplemente, porque nadie le había parado bolas y era tiempo de remediarlo. En eso consiste intentar crecer como sociedad.

En ese sentido, había que buscar más voces y miradas. Y esas voces estaban ahí, listas para ser oídas. Bastaba ir, por ejemplo, al Centro Colombo Americano o al Goethe Institut para disfrutar de la genialidad del sacerdote Luis Alberto Álvarez –de nuevo, cómo la religión marca tanto en este relato lleno de rituales–, especialista en cine, cultísimo, que hizo crítica en la prensa y les llevó los ciclos de expresionismo alemán a los paisas desde mediados de los años 70. Había ganas de todo. Cine, exposiciones y de todo aquello a lo que se le puso nombre de arte en el propio Coloquio del 81, como las performances, la artesanía, los saberes populares o el diseño gráfico. Era normal, entonces, que luego de un arranque de ganas, estos entusiastas de la cultura, Sierra entre ellos, claro, programaran una serie de conferencias de Diseño en Medellín, y allá llegaran el diseñador italiano Mario Bellini y el diseñador de mobiliario francés Pascal Mourgue, ambos, lo último en aquellos tiempos. Esto impulsó la creación de la carrera de Diseño en la Pontificia Bolivariana y el establecimiento más formal de las facultades de arte en la ciudad. Pese a que los teóricos del Coloquio buscaban transgredir las leyes del mercado, éste se imponía: demanda y oferta a la orden.

Una cosa impulsaba a la otra y lograba, sin propósito o agenda preestablecida más allá de la efervescencia y la voluntad de las partes, que la ciudad se moviera. Así, la cultura buscaba permanentemente la actualidad y la vigencia, así que cuando el presidente Belisario Betancur (1982-1986) habló de viviendas sin cuota inicial, en las salas del Museo de Arte Moderno de Medellín se pintaba esa vivienda soñada en el piso, para tenerla presente, para saberla significativa y hablar de ella. O cuando se proyectó el metro para la ciudad, el ejercicio consistió en hacer el trazado por donde se haría la línea del metro y situar allí las casas de los visitantes del Museo. Para que supieran cómo transformaría este sistema de transporte el destino de la ciudad (la primera línea se tardó 10 años, arrancando su construcción en 1985). También, se alió el Museo con la alcaldía de Juan Felipe Gaviria (1983-1984) para ir de recorridos urbanos por Medellín, visitar los puentes como símbolos de su desarrollo urbanístico. Era natural que de estas inquietudes urbanas naciera el vínculo que tendría el arte con la ciudad (y es algo que perdura, basta ver cómo hoy el descenso hacia Medellín además de carteles de chicas en jeans, presenta murales de la región patrocinados por la empresa privada). Gracias a ello se realizó el Parque de las Esculturas del Cerro Nutibara, el primero del país en 1983, con diez representantes del arte nacional y latinoamericano, como Carlos Rojas, Ronny Vayda, Julio Le Parc o Carlos Cruz-Diez, entre otros, para que luego se hiciera el concurso, también de esculturas –era un importante ícono de arte público, potente, notorio–, para enarbolar el recién construido aeropuerto José María Córdova (1985), en Rionegro, otro símbolo de progreso de la ciudad, que contó con obras de Hugo Zapata, Bernardo Salcedo, Édgar Negret y Clemencia Echeverri; unos años después, se realizó el concurso Riogrande II, en donde los artistas pensaban la ciudad en grande y veían cómo sus trabajos podían nutrirla. ¿Vale la pena recordar que Sierra estuvo detrás de mucho de este impulso?

Esa tradición urbanística ha estado ahí en Medellín desde esos tempranos años 60, no fue un arrebato de comienzo de siglo salido de la genialidad de algún alcalde. La idea era pensar el urbanismo con nociones de estética, como venía haciéndose desde hacía décadas en Medellín y como lo testimonian sus edificios, principalmente, en el Centro.

Pero pasó la violencia.

Y eso reformuló las cosas. Ese espíritu devorador y creativo frenó en seco a la ciudad y la puso a tratar de entender qué estaba pasando. Vivir en Medellín se convirtió en una lucha por la sobrevivencia. La década de los noventa prácticamente anuló las cosas, fue inaudita por lo mucho que allí pasó, por el daño que allí se causó. Como siempre, algunos, como Sierra, intentaban que la vida continuara, pero para la mayoría el común era decirse qué belleza vamos a pensar si a duras penas lo que hacemos es huirle a la muerte. Y aunque no pasara la muerte, la violencia impregna con su halo la cotidianidad y deja regados sus estragos. El espíritu del dinero fácil del narcotráfico se empezó a colar por entre las rendijas de la sociedad. La “llave en mano”, esa estrategia de poner una plata para el constructor y espera que éste se la haga rendir y le entregue su edificio terminado y sin contemplar normas o vecinos con los cuales verse bien al lado, dañó mucho a Medellín. Mostró que era posible construir sin técnica ni belleza, mucho menos contemplando el entorno. Y los dineros calientes llegaron al mundo del arte también. Hubo quién les vendiera arte a los capos, en Medellín y en Bogotá, y en donde se quisiera. Muchos cayeron frente a la tentación de la plata en mano, pero al final la capital es una ciudad grande y hasta algunos se camuflaron (¿sí?), pero en Medellín, pueblo pequeño infierno grande, donde el jefe del Cartel ficha y qué tal no querer venderle al jefe, ¿cómo hizo Sierra para sacarle el cuerpo a tamaño riesgo? Parece que lo hizo bien, audaz como era, pues siguió hablando de cosas rarísimas, de esas que no le interesan a los traquetos, de happenings y performances y video instalaciones. Además, con las universidades e instituciones se blindó entrando en ellas a hacer curadurías y construir colecciones y así no depender de las ventas de su galería. Y como para no tener ninguna presión, con los empresarios, los cacaos entre ellos, se protegió formándoles el gusto con los íconos del modernismo y así entró en esa esfera que definitivamente era la escapatoria a caer en las redes del hampa recién enriquecida. Un símil del arte no objetual y sus estrategias de negociación, jugando al esoterismo teórico por momentos, pero caminando sobre la realidad del mercado.

Seducción e identidad
Hablábamos de negociación. Todo lo que lograron el arte y la cultura en Medellín fue a punta de negociación. De sagacidad, de “paisanidad”. Por algún lado se le tenía que colar ese espíritu de vendedor a Sierra, por su papá tendero. No porque fuera el galerista más comercial del mundo, porque nunca lo fue, sino porque pensaba más allá de la caja. Y es que tuvo la posibilidad de impactar en políticas públicas de su ciudad… ¿qué otro galerista ha hecho eso en Colombia? y ese, quizá, fue su mayor aporte al arte: el impacto en la responsabilidad de la empresa privada con la cultura. Eso lo dejó sembrado. Es cierto. No hay en Colombia mejores mecenas para las artes que los paisas. Vemos que Sierra dejó su legado en vida.

Y allí hay un punto de enlace con las propuestas llevadas al Coloquio de este año. Lo iremos viendo a través de varios de los trabajos expuestos: Negociación como fórmula del arte, más que cualquier otra consideración, la herencia del no-
objetualismo, el verbo como método de convencimiento, como articulación persuasiva, tal como lo puso en sus términos la directora del Segundo Coloquio, la mexicana Sofía Hernández Chong-Cui.

Negociación de la artista estadounidense Jill Magid con la familia del arquitecto Luis Barragán, tesoro nacional y a quienes convenció –luego de un intenso ejercicio de seducción maravillosa y perversamente orquestada que quedó registrado en fotografías y video– para que le permitieran abrir su mausoleo, extraer su cuerpo en cenizas y sacar las que fueran necesarias para poder mandar a hacer un anillo con el cual le iba a hacer la propuesta a la dueña del archivo del arquitecto, la italiana Federica Zanco, de que regresara el material a su México natal. El faltante en la urna sería reemplazado por 525 gramos de uno de los caballitos en plata, otra de las adoraciones del propio Barragán. Todo fríamente calculado. E impecablemente realizado. Magid lo hacía recogiendo los gestos del propio Barragán, estudiado hasta el detalle y así, estableciendo una relación con su heredera, la obsesionada Federica Zanco quien en su momento le dijo a su marido, Rolf Fehlbaum, el dueño de la fábrica de productos de diseño Vitra, que en lugar de anillo de compromiso, le diera el archivo del arquitecto. La obra, The proposal, claramente no pasó desapercibida en México.

Todo es mercancía para el discurso del arte conceptual, tan escaso de arte, tan pobre en concepto, tan abundante en rollo, escribió indignado Jesús Silva- Herzog, abogado, politólogo y columnista mexicano. Lo propio hicieron los escritores Juan Villoro y Helena Poniatowska. Se abría entonces la verdadera discusión que buscaba señalar la curadora mexicana Magali Arriola, al traer sobre la mesa este caso artístico: qué papel pueden jugar los procesos artísticos al delinear un campo de acción político y de integración social sin tinte activista o panfletario y la elaboración de narrativas, así sean parcialmente ficticias, para la elaboración de un pensamiento crítico.

Arriola al poner a nuestra consideración esta obra nos está preguntando qué significa el patrimonio, a quién le pertenece y hasta dónde llega la vanidad de unos y otros por ser recogidos por la historia. De hecho, se pregunta quién escribe esta historia, con qué fines y quién queda allí consignado u olvidado. Y así, complejiza el caso expuesto con otra obra, también ocurrida en México. Una pieza de Teresa Margolles. La artista le propuso a la madre de un chico asesinado por alguna pandilla pagar por su sepultura, pues no tenía con qué, a cambio de su lengua con piercing, para exponerla en una vitrina en el Palacio de Bellas Artes –donde han pasado a cámara ardiente desde Cantinflas hasta García Márquez–. Su objetivo: impedir (macabramente) su olvido.

Ninguna de las dos habría concebido estas obras para venderse, ni concebidas como intercambio, por lo menos hasta ahora -explica Arriola-. No participan en el mercado especulativo del arte contemporáneo y revelan los distintos tipos de economía que mueven el mundo del arte; ambas acuden a la economía del trueque. ¿Para qué se hace esto? ¿Qué buscan señalar estas artistas? ¿Con qué autoridad? Estos trabajos proponen una discusión sobre cómo se cruzan los límites éticos para sentar un punto, una crítica. De cómo el arte se puede meter con la muerte y la memoria con mucha sofisticación, sí, pero sin pudor alguno. ¿Hasta dónde llega la provocación del arte? ¿Cómo se justifica? Lo provocador resulta también relevante al ver de qué manera se detona esta pelea una vez alguien más, o porque es extranjero o porque penetró el máximo recinto de la nacionalidad, entran en escena. El debate sobre cómo es que una gringa se mete con el patrimonio nacional, el archivo Barragán, o como una mexicana mete una lengua de un muerto anónimo en el Palacio de Bellas Artes, sucede justamente por haberse metido con los símbolos. ¿Quién había reclamado por el archivo a la hora de su venta? ¿Quién había reparado en la muerte de este chico, uno más entre miles, si no es porque parte de sí reposaba en ese espacio sagrado para la mexicanidad? (Estas obras) denuncian una violencia generalizada que expone que hay vidas que valen más unas que otras, cierra la curadora y deja el debate servido en bandeja. También nos podemos preguntar que por qué Adolpho Leirner le vendió los mayores tesoros del arte moderno brasileño al Museo de Bellas Artes de Houston, pues tiene los mismos tintes nacionalistas. O ¿alguien habrá acá peleado por Fernell?

Pero sí que se recogen los frutos sembrados… para eso trabajaron tantos… Maricarmen Ramírez hizo su enorme Utopías invertidas: el arte de vanguardia en América Latina, allá mismo en Houston, en 2004 y la escena latinoamericana salivó. Se sintió mirada por fin. Pero ¿quién definía lo Latinoamericano? ¿Para qué comprador? ¿Desde dónde y con qué criterio? ¿Cómo unificar una mirada o unas inquietudes comunes? ¿A quién le interesa crear una noción de Latinoamérica? ¿Cómo se han montado sobre esas ideas las instituciones (con sus alas L.A. o curadurías especializadas del continente) y los proyectos tipo Daros que construyen y monetizan una mirada? Ni siquiera la autoridad de Juan Acha habría podido parar este impulso.

Él le rehuía al mercado, a la noción de objeto para vender. Y mírenos hoy. Puros objetos e ideas para la venta, como siempre, pese a la resistencia ejercida por los conceptualistas, porque como lo decía con ironía el curador cubano, residente en Caracas, Félix Suazo, hoy se venden cosas no-objetuales más caras que los objetos y las cosas. Se venden proyectos, ideas, gestos, derechos.

Con todo, las preguntas sobre lo nacional, sobre el nacionalismo, sobre la identidad y lo que nos define como continente, como países, aún es etéreo, si bien resulta fundamental para saber quiénes somos, qué nos junta y qué nos separa. Si bien hace un par de años parecía que Latinoamérica era un bloque, se nos definía como el continente del futuro, por el crecimiento económico, por la juventud divino tesoro que nos rodeaba, hoy, a la luz de la crisis financiera y por la caída de los precios del petróleo, o por la clara división política de los países del ALBA que están con Venezuela y todo el resto que defiende el espíritu de la democracia, revela que no estábamos tan unidos como se nos intentó pintar. Entre tanto, pasó la muerte de Fidel y la reelección de Daniel Ortega y la radicalización del discurso venezolano, al punto de justificar su cruce hacia los terrenos de la dictadura. Aquí, en Colombia, no están mejor las cosas, un país polarizado y colérico, al que le cuesta trabajo definir lo que lo hace colombiano más allá de la bandera de la Selección. El pueblo está cansado de la guerra, pero no quiere salirse de ella. Ya no son los tiros los que lo afectan, son sus consecuencias horribles de haber anestesiado al país entero al punto de que ya no ve nada, ni siente nada. Ni quiere ver nada, ni mucho menos sentir. Nos podría unir el dolor, como lo ha dicho tantas veces Doris Salcedo, único frente que no tiene estrato ni acento. Y sí que podríamos vernos allí reflejados, en que todos hemos perdido, a un familiar, a un amigo, la confianza. Pero ni esas.

Vaya normalización
La violencia se volvió invisible si bien la sabemos ahí, rondando, acechando.

Se normalizó la violencia haciéndonos creer que todo volvió a la normalidad. Cuando, no. No necesariamente. Y entonces aparece la contradicción, aunque nunca tan parecida a un reality en el que estamos inmersos sin habernos siquiera dado cuenta: nunca había visto tantos extranjeros en Medellín como ahora, de turismo por la Comuna 13, de grafitour, de visita al barrio de Escobar, al metro, al metrocable, a las laderas de la 8, tomando cerveza en el Parque Lleras, llenando los bares y los restaurantes, en esa aparente calma, que no es sino calma chicha pues los muertos siguen apareciendo, solo ya que no en las calles abaleados, sino descuartizados en los baúles de los carros. Y para que no nos olvidemos de eso, de que la violencia está ahí a la vuelta de la esquina, Víctor Gaviria presenta La mujer del animal, que podrá ser la historia de esa mujer a la que su marido le hizo la vida miserable y aterradora, pero que no es una mujer extraordinaria, sino, todo lo contrario, es el fruto de tu vientre Jesús, una de tantas sometidas a la violencia de género reinante producto de un machismo reinante. Donde pareciera más fácil que en lugar de hablar de feminicidio se les califique de locas y, en esta onda de seguridad ciudadana, meterlas en la camada de los ajustes de cuentas callejeros entre delincuentes, como si así su muerte se justificara más fácilmente.

Y entonces, se me viene a la cabeza otra ponencia del Coloquio que nos va comprobando que los temas del arte se pueden conectar, si uno está dispuesto a verlos, con la realidad que nos circunda. El investigador peruano, curador de TEOR/ética Miguel López, presentó el caso de la invisibilización por décadas de la escena del arte de la artista peruana Teresa Burga. (Ella) es buen ejemplo de cómo ciertas estéticas artísticas excedieron los marcos de inteligibilidad en momentos específicos. Aquellas obras que se preguntaban en voz alta cómo lograr la autonomía en una sociedad codificada para asegurar el sometimiento –con escenografías que llamó Ambientaciones en 1967 y que mostraban, por ejemplo, el dibujo de una mujer adherida a la cama, como mostrando su lugar de vengan y dispongan de mí–, la dependencia o la desigualdad tuvieron que esperar 45 años para volver a ver la luz y entablar un diálogo con sus pares.

López cuenta que a sus 80 años, fue presentada y celebrada en la Bienal de Venecia, pero nadie se pregunta qué estructuras han perpetuado esa exclusión. Debemos poder volver a esas narrativas y desmantelarlas.

¿Cuáles son los legados del arte no-objetual?, se preguntaba López, ¿sus herencias, sus prolongaciones, sus discontinuidades? Y planteó la posibilidad de un “no-legado o un legado oblicuo”, que podría explicarse en que los no-objetualistas cazaron el tigre y se asustaron con la piel; le dieron pie e invitaron a los artistas a que se salieran del molde, como lo hizo Teresa Burga con sus críticas a la sociedad machista y patriarcal y no supieron ver su vigencia y contemporaneidad, así que, sin valorarla adecuadamente, la excluyeron de la historia. Claro, esto tiene que ver con que quién narra la historia, y la del arte también, es normalmente el hombre. Si bien Teresa Burga estaba señalando con su obra de fines de los años 60 las discusiones más álgidas de ese momento de la historia, la reivindicación feminista, nadie la puso en la mira. Para el Coloquio fue un instrumento (“Excelente ejemplo de expresión conceptualista”, lo llamó Acha) para mostrar las otras formas de presentar la discusión artística –pues empleó gráficas y estadísticas y trabajó de la mano con las ciencias sociales en su levantamiento de datos haciendo un proyecto documental– pero no se ahondó en el contenido de lo que tenía para decir, sino que se limitó a ponderar la forma. Nada más. Esa falta de legitimación por parte de las esferas del arte, la borraron de la historia, hasta que casi cuatro décadas después se desempolvó y valoró adecuadamente. En realidad esa era la verdadera puesta en práctica de lo que Acha buscaba, desencajando el objeto del arte de sus estructuras tradicionales y dándole un alcance infinitamente mayor. Pero no lo vieron. Lo que habría que haber hecho, sigue López, era redefinir los modos de entender la ciudadanía, la economía, el espacio público, los discursos jurídicos, el lenguaje, las políticas educativas y a la salud pública, el acceso a la representación y a los marcos democráticos. Pero nadie registró lo que ella estaba haciendo. Las obras nunca fueron ni siquiera descritas en los catálogos de la historia del arte y queda, de nuevo, la pregunta sobre quién escribe la historia y evidencia la precariedad de la historia del arte y lo endeble de ella, concluye el curador.

Con un agravante que señala en palabras de Griselda Pollock: “La ausencia de reconocimiento crítico en el momento justo significa que no hay posibilidad de recuperar esa oportunidad de ser visto en su propia historia, del mismo modo que la ausencia de registros históricos o del archivo nunca puede ser llenada retrospectivamente por lo que nunca fue dicho”.

Así, las aspiraciones de Acha, de hacer del término divisa de intercambio crítico latinoamericano, al menos en lo que respecta a ciertas ideas como las feministas, no llegaron demasiado lejos. Volviendo a las referencias de la brutal violencia de Víctor Gaviria caben las palabras de Miguel López como explicación a la prevalencia del machismo como mal social: La mujer ha sido invisibilizada, borroneada, patologizada, representada como una subjetividad servil y sin agencia.

Y ese es un violento tipo de violencia.

Como lo es también la violencia que intenta explicarse sin evidencias. Como los casos expuestos por Félix Suazo. El curador presenta las obras de cuatro artistas venezolanos –Teresa Mulet, Érika Ordosgoitti, Iván Candeo y Juan Toro– que buscan señalar la sistemática violación a los derechos humanos en ese país, una realidad que la ciudadanía palpa, siente y percibe, pero cuyos datos no resultan fáciles de evidenciar dado el peligroso control de la información que allí se vive. Así, Suazo se pregunta qué puede hacer el arte de violencia en medio de la violencia y retoma la pregunta que el propio Juan Acha se hizo en 1981: ¿Hasta qué punto un sistema de signos puede comunicarnos una realidad?

Cada artista es más incisivo que el anterior. Mulet, como si estuviera construyendo un gráfico, va sumando siluetas que representan a cada muerto registrado en las pocas estadísticas públicas y, así, alcanza las 24.763 figuras repetidas. Hace lo mismo con altas pilas de papel, cada hoja siendo un muerto. Su ejercicio de números, seres anónimos que apenas son una cifra más que ella busca individualizar, le apuestan al volumen para conmover y llamar la atención de un país enceguecido por sus autoridades.

Por su parte, Ordosgoitti compone potentes relatos orales en video que vomitan lo que está sintiendo, y, también, trasgrede el orden y el control, desnudándose frente a las estatuas de los próceres que el oficialismo dice reverenciar.

Iván Candeo recoge la famosa bandera rojo y negro con un cuadro en el centro, del decreto de Guerra a Muerte de 1813, proferido por Simón Bolívar y lo reinterpreta en 2010, casi como aludiendo que a causa suya su país padece tamaña violencia hoy día. Y, en otro trabajo, produce unas imágenes repetitivas de un torneo de boxeo, por un lado, y de una carroza fúnebre en movimiento, por el otro, para agotar de la pura repetición, de golpes y trompadas que no llevan a nada y de ese movimiento infinito hacia el cementerio y que nunca concluye. Para él, ese camino hacia la nada es el trágico patrón de la historia reciente de su país.

Y, para acabar, Juan Toro le sale al paso a quienes dudan de si hay muertes violentas en Venezuela y sin opinar opina fotografiando 80 metros de etiquetas mortuorias, de esas que se cuelgan de los dedos de los pies en las morgues. Además, hace fotos inmensas, ampliaciones a un metro de los pequeñísimos y destructivos plomos que son una bala extraída de un cuerpo, y las exhibe en esa escala publicitaria casi como un juego morboso donde ironiza cómo es que, como sociedad, decidimos rendirle culto a la muerte.

Los archivos se cierran o se abren, pero ¿qué pasa cuando los artistas trabajan sin archivos, sin registros, sin noticias?, se pregunta el curador. Ellos trabajan con lo poco de archivo visible que existe, están construyéndolo y están usando fórmulas de archivo, como la clasificación y el orden, para explicar algo inexplicable. Se trata de construir archivos en un país donde se está construyendo una historia velada como Venezuela.

Y pienso entonces en la historia en directo que estamos presenciando. Aquí y ahora. Ya no estamos hablando de la construcción de la historia de Rusia en el siglo XIX, por hablar de un caso concreto, vista por el zarismo por un lado, por los revolucionarios, por el otro, y por los artistas, escritores o compositores, por último; o tampoco estamos en tiempos de una construcción idealizada de la China comunista de Mao. No, es la historia pasando frente a nuestros ojos y cómo es que la vamos a contar y a través de qué pluma, lente o discurso político.

De esta forma, Suazo concluye diciendo que el arte sí puede comunicar una realidad siempre que conserve su lugar de inmediata alteridad. Es decir, a condición de o gracias a su capacidad de ser otro; el arte no es la violencia per se, sino que puede sentirla y representarla. Cuando su DES-SEMEJANZA sea tan poderosa como su presunto referente. “Las imágenes del arte son operaciones que producen un distanciamiento, una des-semejanza”, termina el curador citando a Rancière.

La intención
El gesto. La intención. Quizá eso es lo que más me queda al buscar entender este concepto del arte no objetual. Incluso el deseo de resistencia, tanto ayer como hoy. Ayer, una rebeldía aún soñada por el discurso anticapitalista en tiempos de Guerra Fría y cuando todavía no se había caído el Muro de Berlín sepultando el sueño socialista. Estos artistas querían salirse del sistema de mercado construido tan exitosamente por galeristas, bienales, críticos, medios y coleccionistas. Pensaban que lograrían quebrar este productivo sistema si se declaraban en guerra contra él, rehusándose a participar en sus eventos, criticándolos en nuevos escenarios, señalando su banalización, su freno a la creatividad, su falta de ambición para pensar nuevas cosas y en nuevos formatos.

Pero hoy, años después, nos daríamos cuenta de que fue imposible escapar del mercado y que éste tuvo la brillantez para incluir dentro de su portafolio “gestos” y volverlos coleccionables, así como se dio a la tarea de vender registros de performances, recuerdos e historia.

Y sin embargo. Los artistas insisten en rebelarse. Su naturaleza los lleva a ello. Por eso, tal como lo plantea la directora del Segundo Coloquio, Sofía Hernández Chong-Cui, quizá lo que debemos hacer hoy es pensar en el arte no- coleccionable, en la intención de actualización del término para pensar nuestra historia de cara a la dominación del mercado.

Pasar por los procesos, por la persuasión-negociación y por la resignificación del entorno. Mientras –recuerda Hernández Ch-C– Marta Minujín hacía en 1981 soberana gestión y movilización para generar una experiencia (como quemar un Gardel gigante para provocar toda una suerte de reacciones, que las tuvo), hoy los artistas buscan desatar procesos, a punta de intercambios. A otra escala, más íntima, pareciera. La intención es la vivencia del artista con otro grupo de personas, distinto al suyo (al mío y al nuestro), para trocar saberes, para aprender de ellos, lo cual resulta profundamente antropológico. Así, si antes (aunque todavía se hace…) se fotografiaba a los indígenas, a los negros, a los “bichos raros” o a los enfermos y se les exhibía y colgaba en las salas, y estos quizá ni siquiera lo sabían, tal vez este momento del arte, donde no somos los invitados, me refiero al público, podría llegar a ser algo más ético, porque no nos meteríamos donde no cabemos. Más aburrido también, porque como contaba Hernández Ch-C, los puntos de mayor intensidad están pasando sin que los veamos. Esos procesos no saldrán a la luz. Pese a tener eso claro, todavía exigimos que nos muestren “algo” así que estamos supeditados a la eficacia narrativa de la traducción del artista de esta experiencia. Su comprensión, para quienes no hicimos parte del proceso, aún no está acabada de inventar, resultando aún en una visita cosmética en la cual estamos lejos de entender las implicaciones de esa relación creada por el artista con una comunidad.

Se trata, entonces, de nuevas (bueno, ya desde hace años) formas de producción diferentes a montar una exposición y que revela las preguntas sobre cómo acercar nuevos públicos a los museos (si Mahoma no va a la montaña…), así como pensar, de nuevo, en la función del arte más allá del pequeño círculo del arte.

Lo vemos hoy en algo bien concreto del Coloquio 2017: la apuesta por el “arte rural”. En 1981, el crecimiento urbano obligaba a la reflexión sobre la ciudad, lo que hizo que el Coloquio girara no solo sobre el eje del no-objetualismo sino en el del “arte urbano”. Su variante contemporánea es pensar el límite de la ciudad con el campo con lo mucho que dice esta nueva-vieja discusión. Ciudades tragándose el campo, muchas veces a las malas, reduciendo cada día más la frontera agrícola, devorándose, también, a sus gentes. Cambiándoles a la brava su forma de vida.

Por supuesto, estos son problemas reales con gente real, así que muchas de estas discusiones artista-comunidad recaen en la negociación. En volverla parte del juego del arte y parte del proceso creativo. Y sí que complejiza la obra dicha gestión… a veces incluso la sobrepasa.

Posiblemente fue mucho más enriquecedora la experiencia para Susana Mejía de conversar y teñir el fique con varias de las mujeres de la Comuna 8, que para nosotros, visitantes con el tiempo contado del turista que se lo lleva la corriente, como al camarón, si no se espabila para estar con el resto del grupo. Lo que nos perdimos nosotros fueron a esas mujeres contando sus historias durante el ejercicio del color, contando cómo es que llegaron a esas laderas empinadas, cómo es que terminaron sembrando esas matas de fique para evitar que se les siguiera cayendo la tierra, para luego aprender a usar sus fibras y así ganarse un sustento. Eso fue lo que no oímos ni supimos. Nosotros, los turistas, el público, tomamos fotos lindas para Instagram con los hilos de fique colorados colgando en un puentecito.

Lo mismo pudo pasarle a Fernando García-Dory, con el proyecto Campo Adentro, al que le cayó la mala fortuna de la lluvia que impidió que el público-turista oyera lo mucho que tenían para decir los habitantes del Faro, como la huertera Blanca, vecina de ese sector de la Comuna 8. Pero él, precavido, dejó un documento para que alguien, como yo y posiblemente otros más, leyéramos algún día de nuestras vidas. Allí, vemos con claridad otras formas del arte: el activismo. Traer a la escena del arte temas que necesitan más repetidores, en todas las esferas que se pueda.

(Como lo hacen también en este Coloquio la curadora Ana Laura López de la Torre y la artista Carolina Caycedo. La primera debe hacer una serie de acuerdos con los vecinos del Centro cultural que dirige en Montevideo para que este lugar vuelva a adquirir relevancia. Sus negociaciones se dan a pequeña escala para causar gran impacto: con el jardín del vecindario y resolviendo asuntos reales con creatividad y pocos recursos: dotar el teatro del centro de sillas para que la gente tenga dónde conversar y encontrarse, algo que se perdió y que es el verdadero problema a resolver. La segunda, Caycedo, en su alianza con la organización Ríos Vivos, en la cual hacen una performance denunciando la minería y su afectación en toda una comunidad. Se trata de llevar asuntos bien problemáticos y actuales a la escena artística, para abrir el debate).

Ella, doña Blanca, sin pelos en la boca, básicamente se hace la pregunta más inteligente que se le puede ocurrir a cualquiera: ¿Pa´ qué jardín si no hay casa? Se refiere claro, al lugar al que nos llevaron de picnic, al Jardín Circunvalar, un proyecto de paisajismo y, veremos, control, en la ladera de la Comuna 8, un barrio informal que antes tuvo más violencia que ahora, pero que hoy la vive de otras maneras. Para frenar las construcciones no era necesario crear el Jardín Circunvalar, porque si igual no iba a haber autoridad para hacer cumplir las normas era bobada haber puesto una masa de cemento en vano. (…) Ahora pienso pues que no era necesario hacerlo para decir hasta aquí llega la ciudad y que de aquí para arriba no iban a hacer más viviendas cuando igual la norma no se cumplió. Hubieran mejorado las viviendas y le hubieran pagado a la gente de control territorial para hacer cumplir las normas desde allá. Porque bien sabemos que si ahí llegara gente que tuviera necesidad a uno no le dolería. A uno le duele que el que más plata tiene quiere conseguir a costillas del pobre. Siempre el que tiene más poder aplastando al pobre.

Bien lo dice ella, sabemos que si ahí llegara gente que tuviera necesidad a uno no le dolería (ocupar esas tierras). Lo que nos obliga a preguntarnos sobre estos espacios en las ciudades y para quién es el urbanismo. Estas recuperaciones o “regeneraciones” urbanas que tantos premios se ganan, pero que poco tienen en cuenta lo que piensa la gente a la que directamente afecta. Porque ¿quién habita en estos territorios? Quienes no tienen nada, desplazados de la violencia, rural o urbana, gente sin ningún tipo de capacidad adquisitiva que se puso desde hace ya años en riesgo en la loma de una montaña e intentó allí construir, desde cero, un nuevo proyecto de vida, con la plena conciencia de la ilegalidad, pero sin muchas más opciones que esta. Su situación de coyuntura dejó de serlo hace rato, y, a falta de otras oportunidades, ese es su hogar.

La comunidad se pregunta –sigue un extracto de El Faro, Comuna 8, Diagnóstico y Propuestas comunitarias para el mejoramiento integral del barrio– ¿de qué nos sirve un parque, si a nosotros que hemos vivido tanto tiempo por aquí nos sacan, y por lo tanto no lo podemos gozar? (…) lo más importante para cualquier tipo de intervención en Golondrinas y El Faro debe ser el desarrollo de obras de mitigación del riesgo, ya que con ello podemos garantizar una permanencia segura.

La discusión sobre lo rural adquiere relevancia en la medida de que, verdaderamente, es un límite geográfico de la ciudad. Ese campo, esas montañas son el último recuerdo del campesino de lo que fue su vida alguna vez. Cuando uno llega del campo a la ciudad, la ciudad es lo que uno menos quiere ver. Se embolata uno por todas las calles y en cambio estas laderas son las que lo identifican a uno con lo que era uno en el campo, cuenta de nuevo la huertera Blanca.

El informe diagnóstico lo retoma: La propuesta de la comunidad es que en esta franja se trabaje el proyecto de seguridad alimentaria con las huertas productivas. Ahí defenderíamos y garantizaríamos el derecho a la alimentación y la permanencia en el territorio. (…) Necesitamos poder subsistir por nuestros propios medios con las huertas, necesitamos que los productos de las huertas se puedan vender fomentando la creación de una comercializadora.

Y allí se pone en relieve un punto clave, sobre el cual la artista María Buenaventura ahonda en sus investigaciones: la alimentación. El derecho a la alimentación. Junto con Judith, Blanca, Aracelly, Maritza, Milbia y Mayory, todas habitantes de la montaña, cocineras, huerteras, verracas, María invitó a los comensales a conocer el Jardín, y de paso, a quienes lo viven. Se ingenió un picnic y tacos crocantes orgánicos como excusa para sentarnos a contar cosas. No sé qué tanto pasó la conversación que ella esperaba que sucediera, pero, de nuevo, puso los temas, literalmente, sobre el mantel (de cuadros rojos y blancos, como toca). Y nos dejó su manifiesto. Sentados en el suelo no solo agradecemos el duro trabajo de cultivadores, transportadores, ayudantes y cocineros, sino los 10.000 años de historia de cultivo de este continente, los microbios que fijaron minerales a las plantas, el sol que calentó el fango, los cometas que se estrellaron con la Tierra, nada es nuestro. / Cada pedacito de planta que hoy comemos ha sido sembrado en un suelo vivo, y es resultados de 300 generaciones de personas que entregan hoy las 36.000 variedades de fríjoles que conocemos, las 500 variedades de maíz que hay en Colombia, las 30 variedades de lechuga que crecen en las huertas, los mangos, los plátanos, los limones, las flores, el aire de los árboles, la vida que nos rodea y que entra y sale de nosotros. Todo es nuestro.

Comemos tierra, sol y agua. Polvo de estrellas. Con razón al mirarlas nos da nostalgia, cierra la artista, intentando que nos enamoremos de la tierra tanto como ella lo está de ella.

Y para seguir con la amabilidad y las buenas intenciones, también hubo otra propuesta de negociación en el Coloquio, esta sí, muy urbana.

Qué raro, ayer te vi pasar y al quererte llamar, la verdad es para que te asombres. A pesar de lo mucho que te amé, me puedes tú creer… se me olvidó tu nombre…

Dedicatoria del apartamento 1904 del conjunto residencial de Ciudad del Río –justo al lado del Museo de Arte Moderno de Medellín– a su vecino del 1902, ese a quien se encuentra en el ascensor a diario. Con esta “Serenata vecina”, de Harold Ortiz, se ponía en práctica de una manera astuta ese concepto tan abstracto del “arte no objetual”. Y se demostraba con ello que los escenarios del arte no están en las salas de exposición, sino en los edificios residenciales, sirviendo de medio para juntar a la gente que se ve todos los días, pero sin verse. Un ejercicio entre vecinos, los del edificio y con el propio Museo, para mover relaciones, para ver que se pueden tejer lazos en común a punta de cultura.

Las verdades del sarcasmo
¿Qué tiene que ver la posverdad, tan de moda este semestre, con el Coloquio? ¿Con las ideas delineadas en el Segundo Coloquio?

“Me parece una palabra nueva para llamar lo más viejo del mundo: la mentira”, contestaba recientemente el periodista argentino Martín Caparrós a una preguntas sobre el tema del suplemento La Gaceta, de El País de Cali. Así, en nuestros tiempos, pareciera que una mentira que se repite y se repite, puede volverse verdad. O una verdad a medias. O construida para parecer verdad. Acomodada, calculada. ¿Arte?

Si algo no existe, ¿nos lo inventamos? ¿Le damos forma para probar un punto? Sí. De pronto así se cuela alguna verdad. Pasa entonces el delirio del artista Lucas Ospina con su ponencia inventada –o “encontrada” (¿objet trouvé?), porque estaba perdida– de lo que habría dicho Eduardo Serrano en 1981. La única ponencia que no está en las memorias del Primer Coloquio, pese a que el curador está vivito y coleando. Ospina revelaría, así, la verdad del impostor (¿quién lo es?), del cuarto, o primero, o segundo, o tercer Apóstol como se les conoció en un tiempo a él, a Sierra, a Miguel González y a Álvaro Barrios. Si hablamos de posverdad, este rigurosísimo trabajo encajaría. Y el tono, irreverente, groseramente brillante, resume el espíritu de lo que sería este Coloquio: la palabra para jugar y burlarlo todo, para justificarlo todo, para crearlo todo. Para decirlo todo. Una curaduría inventada del curador que se inventó a sí mismo (¿o del artista?). Lo no objetual, el no-objeto (aunque plagado de documentos, conexiones, historias o testimonios) como excusa para “vender” una idea. Casi que podríamos repetir algunas palabras de Miguel López para entregárselas al discurso de Ospina: Sus gestos (los suyos, pero también los de Serrano) nos recuerdan que la historia que nos ha sido legada, la Historia, no es realidad más que un mero teatro de las apariencias.

Y vemos entonces la inteligencia del humor, su velocidad, la agudeza del sarcasmo como vehículo de pensamiento. Como cuando Ospina nos presenta dos versiones del propio Eduardo Serrano sobre una performance de la artista cubana Tania Bruguera (2009) en donde, en medio de un panel entre dos desmovilizados (de los paramilitares y la guerrilla) y una víctima, empezaron a circular entre el público unas bandejas de cocaína que desataron tremenda polémica nacional:

Los dos Serranos:
Primero, en 2009: Lo malo, tal vez la censura a la exposición de Tania Bruguera en el Museo (sic) Nacional (era en la Universidad Nacional). La relación un poquito provinciana de los medios y del público de esa exposición, porque ella no estaba fomentando el consumo de la cocaína, lo que estaba era poniendo el dedo en la llaga de un mal que nos afecta muchísimo a los colombianos.
Después en TV nacional…: No, definitivamente el arte no lo justifica todo. El arte ha tenido tradicionalmente tres ingredientes fundamentales: un componente estético, uno ético y una función social. El estético ha pasado a un segundo lugar en el arte contemporáneo, pero no así ni el componente estético, ni la función social. Muchos artistas contemporáneos recurren a acciones bizarras con tal de llamar la atención de los medios y del público y a mi fe que lo logran. Los hechos de la artista (Tania Bruguera) como los ocurridos ayer en la Universidad Nacional no hubieran salido en los medios si no hubiera sido porque violó un precepto ético: el arte contemporáneo es provocador, provoca reflexiones, reacciones, acciones, pero no todo lo provocador es arte.

Humm. Sí, es la misma persona hablando. Y, así, el artista Ospina va tejiendo un relato siglo XXI –porque dice que después de tantos años de iniciado el nuevo milenio no había empezado en serio, hasta que se posesionó Donald Trump en la Presidencia de los Estados Unidos en enero de este año, inaugurando una nueva era–, donde caben dos versiones de una misma persona. Y más que eso. Donde la contradicción es la condición misma del presente. La distancia entre la teoría y la práctica. La autoficción, el relato biográfico con visos de imaginación e invención. La mera posverdad.

(Esta palabreja nos permite entender gestos puntuales: que Luis Barragán, el arquitecto mexicano del que hablamos hace páginas, famosísimo y riquísimo, tuviera la extravagancia de coleccionar afiches a los que les consignaba el Pantone del color original, por si se decoloraban, y así poderlos reproducir. Cómo no pensar en el mismo Trump que tiene en su casa de mármol copias de grandes obras del arte, para tener su propio museo. En lugar de tener originales, mejor ir a la fija y tener, por ejemplo, un David en casa, o una fontana di Trevi, o una Santa Teresa en éxtasis, para tenerlos allí, al pie de la chimenea. Revela la mentalidad de que todo se puede COPIAR Y COMPRAR).

El objeto de arte –retomo a Ospina luego del desvío de la memoria– pasa también a una condición de falsedad, de falso objeto de arte, también con el caso de los Alzate (los falsos precolombinos de Alzate, repletos de droga por dentro, que hicieron parte de la exposición Malicia Indígena) y de los Figueroa (del falso artista Pedro Manrique Figueroa asegurando que su “narración triunfará”) podemos ver una relación entre el arte urbano y el arte rural, también entre el campo y la ciudad, en lo que llamamos coca y después cocaína, o también entre los centros, el centro del país, Bogotá y la provincia o los centros del mundo, primer mundo, tercer mundo y hasta el cuarto mundo, y toda esta relación entre arte objetual y no-objetual.

¿Qué es verdad? ¿Qué es mentira? Todo lo es y nada lo es. Y sigue. Es verdad que existe una foto de un montón de niños mirando sus celulares con “La ronda de la noche” de Rembrandt a sus espaldas, evidenciando a una generación perdida. Puede que sea verdad también lo que dice el Rijksmuseum de Ámsterdam, de que los niños fotografiados estaban justo mirando la aplicación de la institución en el instante de la foto, haciendo su tour virtual… ¿quién dice la verdad? ¿Quién miente? ¿Importa (el original)? “El poder es la capacidad de definir lo que es real”, cita Ospina a Robert Kramer y reitera de esta manera que esta es la verdad de nuestros tiempos, la verdad que mejor se vende, la que mejor se muestra (y navega) no importa si es real o virtual. Ese es el verdadero poder.

Y aunque esto lo saben, él, como buen artista que es, intenta desenmascararlo, al poder. Como también lo hace el brasileño Ricardo Basbaum quien se inventa un objeto que, paradójicamente, debe desaparecer, desmaterializarse, para que las cosas sigan. Pero antes de que esto pase, deberá conquistar al mundo, colonizarlo, impregnarlo, contagiarlo, volverse viral. Solo así, cuando ya esté dentro de todos, podrá pulsarse el switch off. Ese objeto que debe desaparecer se trata de una estructura en forma de tina (digo yo) con un orificio en el centro, lo suficientemente grande para que no pase desapercibida e incomode, haciéndonos tenerla en cuenta, con simpatía. Casi como un juego.

Basbaum, bajo la premisa de ¿Desearías participar en una experiencia artística? puso a un montón de gente, por años y años, a interactuar con su “bañera”, a usarla, a jugar con ella, dentro de ella, a colgarla, a pasearla como un perro (llegó hasta la documenta de Kassel). ¿Para qué? Un virus te incomoda, te despierta, te abre los ojos y te hace sentir que las cosas no están bien. Y, hasta puedes vencerlo. Es una buena metáfora para sociedades que han estado sumergidas en el silencio obligado de la dictadura –él crea este concepto justo en los 80, años que apenas están viendo pasar el régimen de su país– y necesitan reformularse a sí mismas, conquistar de nuevo la esfera pública. Contaminarse de ideas que se ahogaron por la represión. Volvernos a hacer creer.

Nada más actual.
Nada.

Así vivimos el Segundo Coloquio de Arte No Objetual

Memorias del Segundo Coloquio
Asistentes al Segundo Coloquio
Panelista del Segundo Coloquio
Segundo Coloquio realizado en el teatro del MAMM
Panelista del Segundo Coloquio en el MAMM
Panelista del Segundo Coloquio en el MAMM
Panelistas del Segundo Coloquio en el MAMM
Asistentes al Segundo Coloquio realizado en el MAMM
Asistentes al Segundo Coloquio en el MAMM
Presentador en el Segundo Coloquio en el MAMM

Este evento se realizó gracias al apoyo de la Corporación Parque Arví, el Jardín Circunvalar de Medellín y Salva Terra.