Con trece años, Ana María Rueda (1954) ya se formaba en pintura y dibujo en el taller de David Manzur. El interés por el arte, que había sido alimentado por su abuelo Plutarco, inventor de profesión, dio frutos. Con veintiséis años Rueda ya se había graduado de la Escuela Nacional Superior de Bellas Artes de París, y había recorrido múltiples museos y galerías del continente europeo. Desde entonces, la naturaleza ha sido tema, motivo y medio en el cual ha hallado inspiración, por lo que la ha convertido en el recurso principal de buena parte de su producción. Esta ha sido el faro orientador de su obra, por medio de ella se ha acercado a lo que considera “símbolos arquetípicos” del ciclo vital: agua, tierra, fuego y aire, elementos que ha explorado para establecer a través de ellos metáforas del habitar humano, pero también para invitar al espectador a reflexionar sobre su rol en la sociedad y el mundo. Agua y tierra fueron los primeros, posteriormente llegaría Fuego (1993), que funge como una suerte de pieza inaugural de esa exploración. Si bien esta serigrafía ya deja ver el viraje de Rueda hacia una abstracción marcada por lo simbólico y lo indexical, sería solo el principio de una serie que recibe el mismo nombre y que haría uso de madera pirograbada como medio. En ella acude al azar, pero también al paso del acontecimiento y la presencia del rastro de dicho suceso como ejercicio estético y producto artístico.
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