Siendo una de las tantas latinoamericanas que hereda el nombre de un ancestro, en este caso el de su madre, Rosa María Navarro (1955) empieza a cuestionarse hasta qué punto lo nominal recoge aquello que designa, es a decir su propia persona; pero también se pregunta por la potencialidad narrativa del vocablo “Rosa” en apariencia limitado, pero que a su parecer, desde la práctica artística podía ofrecerle un mundo de posibilidades. Tras culminar sus estudios en la Universidad del Atlántico empezó a frecuentar los grupos artísticos e intelectuales de Barranquilla, entre ellos el de La Cueva que convocaba a figuras como García Márquez, Cepeda Samudio y Obregón; pero lejos de afincarse en las formas tradicionales de la manifestación artística propias de estos personajes, decidió orientarse por nuevos lenguajes que desde los años 50 empezaron a abrirse camino en la plástica nacional, el del performance y la fotografía artística. Desde allí, y por medio de la investigación y conceptualización de su trabajo, emprende una exploración que combina su preocupación identitaria y nominal, con una notoria indagación de lo autobiográfico y lo femenino en la representación plástica. Así mismo, acude a su corporalidad como lugar de inscripción, las exploraciones en torno a su nombre no son solo autorretratos, sino que constituyen teatralizaciones de la práctica, ya sea la de enunciar letra por letra la palabra “Rosa”, la de expresarla en lengua de señas, o la de evocar su carga histórica, mitológica y literaria como en el caso de Rosa Rosae (s.f.).
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